Maternidad y autoconocimiento: Cuando tu llanto es mi llanto
Convertirse en madre puede suponer, y mejor que así sea, una gran revolución en la vida de las mujeres. Tanto por la parte más hermosa, aquella que tanto nos gusta realzar en estos tiempos, como por la parte difícil que preferimos no mostrar.
La cuestión es que no se puede escapar de su poder. No se puede maternar desde otro lugar que no sea nosotras mismas, con nuestras virtudes y nuestras heridas de infancia. Entonces, la crianza puede constituir una puerta hacia el autoconocimiento y el crecimiento personal. Si así lo elijo, claro. Nadie me había hablado de la violencia de la sociedad golpeando mi parto.
Nadie me había hablado del profundo silencio de esas noches de lactancia, ni de esos momentos críticos que ponían a prueba mi capacidad de amar y de ver a través de los ojos del otro. Nadie me había hablado del instinto visceral que se me despertaría, de mi dolor con su dolor, de mi incapacidad de autorregularme, de mi niña interior llorando con la niña que tengo en mis brazos. Nadie me había hablado de los movimientos y dificultades que surgen en la pareja con la llegada de un bebé, de mis cambios en la sexualidad, los cambios profundos de valores. Nadie me había hablado de cómo vería yo a mi madre después de serlo.
Nuestras limitaciones en el proceso de maternidad, aquello que nos llena de dudas, dificultades y no nos permite estar auténticamente presentes, son constituidas por nuestro carácter, por nuestras propias marcas de infancia. Y ahí andamos, pretendiendo que nuestros hijos gestionen sus emociones y se autorregulen sin siquiera nosotros haberlo conseguido.
La autorregulación es entendida como la capacidad espontánea, visceral de todo organismo vivo en busca de su equilibrio. Es algo natural y está orientada hacia la vida. La madre es fundamental para que este proceso se asiente, la madre puede servir de “ancla” para que el bebé aprenda a autorregularse. Si ella misma no ha sido respetada en su subjetividad infantil y en sus tiempos biopsicológicos durante su infancia, en un entorno donde se respiraba amor, es muy difícil que entienda esto con las entrañas.
De ahí la importancia, en el campo de la prevención, del trabajo personal del cuidador; ya que estamos constantemente reproduciendo nuestras heridas, que forman parte de nosotros intrínsecamente, no podemos dejarlas en la mesita de luz.
Así, pasamos del idílico cuento de hadas a una realidad bien diferente: noches sin dormir, llantos, olores intensos y bastante soledad. En la “cueva de la loba”, todo el capital vital y afectivo que fue constituido en su primerísima infancia, se pone a prueba. Seguimos avanzando por el recorrido precioso de acompañar el desarrollo de una vida, la de nuestros hijos, y nos vamos encontrando con diferentes momentos.
Como cuando empiezas a escuchar “No, ¡yo solito!”, “Ete no!, ete!, no! No!” o frente al conflictivo despertar de la sexualidad que tanto nos trastoca en una sociedad reprimida y prejuiciosa. Hasta llegar a la crisis de reajuste que irrumpe con la adolescencia, ese periodo donde padres e hijos podemos redescubrirnos y compensar las carencias heredadas de las fases anteriores.
Entonces, lejos de buscar un recetario sobre cómo ser buena madre, se trata de mirar hacia adentro, revisar nuestras propias vivencias infantiles y nombrar lo que no fue nombrado. Solo atendiendo a esa niña que has sido puedes entender auténticamente a tus hijos y reconectarte con la sabiduría innata que toda mujer trae consigo, que te dice a cada instante qué necesitas y qué necesita tu niño, te indica cómo actuar y cómo intervenir. Una sabiduría instintiva y natural, afín con la vida.
Entiendo la maternidad como una nueva oportunidad para crecer, madurar y evolucionar hacia la salud. Un río experiencial que corre inevitablemente hasta los confines de las creencias, de los supuestos, de las razones para dar paso a un amor grande, un amor que arrastra, que supera los límites conocidos, un amor hacia todos los niños del mundo y hacia la humanidad, un amor hacia la vida. ¡Bendita tarea y doy las gracias eternamente!
Loelia Campos. Terapeuta Gestalt.
Formada en Infancia y Prevención de la Neurosis con Evanía Reichert.